Día del Payador Chileno: 24 de junio

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Desde el año 2011 AGENPOCH ha instaurado el día 24 de junio para conmemorar el legendario encuentro entre el Mulato Taguada y Juan de la Rosa en la Noche de San Juan y se lo ha llamado “Día del Payador Chileno”..

Les entregamos una recreación de este encuentro que publicó Enrique Bunster en su libro Bala en boca:

El mulato Taguada contra don Javier de la Rosa

Los payadores son la gloria del folklore  americano. Sus torneos en verso, con pies forzados y con respuestas  instantáneas, eran duelos caballerescos en donde se buscaba la  más alta expresión del ingenio y la viveza populares. La  tradición chilena recuerda una paya de proporciones homéricas,  desafío sin paralelo en el que dos hombres estuvieron ochenta horas tratando de vencerse, hasta que uno de ellos no fue capaz de seguir y,  apabullado por la amargura y la vergüenza, tomó el camino de la  muerte.

Lugar y fecha del encuentro: según  Encina, Curicó a fines del siglo XVIII; según Acevedo  Hernández (y lo confirman los versos), San Vicente de Tagua -Tagua hacia  1830. Contendores: el mulato Taguada, maulino, apodado El Invencible; y don  Javier de la Rosa, caballero latifundista de Copequén, as del  guitarrón, filósofo y astrónomo y cantor jamás aventajado.

¡Ochenta horas dando y recibiendo!  Ni antes ni después hubo algo parecido. Los investigadores han agotado  sus rebuscas sin hallar más que unos cuantos fragmentos de esa pugna  titánica, cuyo texto completo habría llenado un volumen. Las  propias circunstancias en que ella se produjo no aparecen del todo averiguadas.  ¿Se encontraba don Javier y el mulato por obra del azar, o se buscaban  con afán de medirse? En la versión de Acevedo Hernández se  afirma que había de por medio una mujer, la prometida de Taguada, a la  cual cortejaba el caballero y cuyo amor esperaba conquistar si vencía a  su amante. Lo que se sabe de cierto es que la muchacha asistió a la  paya, como una moderna heroína de película, porque estaba  allí al ocurrir el desenlace y su actitud ha quedado como espejo del  alma de la mujer nativa.

Unas carreras de caballos, con motivo de  la fiesta de San Juan, habían hecho congregarse a la gente de la  vecindad. A la ramada de un tal Arancibia, bolichero del lugar, llegó  don Javier de la Rosa a beberse una chicha. Montaba un alazán de cola  larga, un sombrerazo, un poncho blanco y unas espuelas nazarenas de plata que  eran una provocación. Pero había más: traía consigo  su guitarrón célebre, el cual, según la fama  «hablaba». Con él venía un séquito como los  que siguen a los toreros: amigos adulones que remolían a expensas de su generosidad rumbosa.

Su aparición ha debido causar  revuelo, porque allí cerca, en otra chingana, estaba el mulato del Maule  con su novia y sus admiradores. ¡Por fin se iban a ver las caras los  más grandes improvisadores nacidos bajo estos cielos!

Taguada era chico, no muy joven, hijo de  india y español, y cantaba para vivir. Aquel día no tenía  deseos de lucirse, pero dicen que al tener noticia de la llegada de don Javier,  y de su propósito de enfrentarlo, se reanimó como por milagro y  exclamó:

-¡Agora mesmo!

Hiciéronle ver que nadie hasta  entonces le había cortado el ala al sombrero de don Javier.

-Mesmamente a mí -contestó  el mulato-; naide me la ha cortado entuavía.

Era costumbre que el payador triunfante  tijereteara el sombrero del vencido. Humillación atroz que dejaba a  quien la sufría condenado para siempre a las burlas. Y los payadores  eran seres inflados de vanidad y orgullo…

Tomó Taguada su instrumento y se  acercó a la ramada vecina. Formose un corro de mirones anhelantes y  bebidos. Viendo allí a su rival, don Javier de la Rosa cogió su  guitarrón divino y le mandó estos versitos de saludo:

-¿Quién es ese payador
que paya tan a lo obscuro?
Tráiganmelo para acá
y lo pondré en lugar seguro.

Antes de que un segundo hubiera  transcurrido, Taguada respondía:

-Y ese payaor, ¿quién es,
que paya tan desde lejos?
Si se allega pa’acá
le plantaré el aparejo.

Estallaron aplausos y gritos. Y empezaron  a cruzarse las apuestas. ¡Voy al mulato! ¡Voy a su  mercé!

Habían designado juez a don  Hermenejildo Castillo, alias don Merejo, boyero de las carretas de Santiago a  Valparaíso. Ordenó a Taguada iniciar el contrapunto. Éste  bordoneó sus cuerdas y comenzó:

-Señor poeta abajino
ya podimos prencipiar;
afírmese en los estribos
qu’el pingo lo va a voltiar.

Rasgueando su guitarrón, le  contestó don Javier con donaire:
D. JAVIER:

En nombre de Dios comienzo,
de mi padre San Benito;
hágote la cruz, Taguada,
por si fueras maldito:
De este inocente Taguada
la pregunta me da risa…
Quiébrala y échala al fuego;
florecerá la ceniza.

TAGUADA:

Señor poeta abajino.
con su santa teología,
dígame ¿cuál ave vuela
y le da leche a sus crías?

D. JAVIER:

Si fueras a Copequén,
allá en mi casa  verías
cómo tienen los muciélagos
un puesto de lechería.

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
por lo redondo de un cerro,
agora me ha de decir
cuántos pelos tiene un perro.

D. JAVIER:

Había de saber, Taguada,
por lo derecho de un huao,
si no se le quéido ni uno
tendrá los que Dios le puso…

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
viniendo del Bido-Bido,
dígame si acaso sabe
cuántas pieiras tiene el rido.

D. JAVIER:

A vos, mulato Taguada,
la respuesta te daré:
pónemelas en hilera
y entonces las contaré…

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
usté que sabe de letras
agora me ha de decir
si la pava tiene tetas.

D. JAVIER:

Te doy, mulato Taguada,
la respuesta de un bendito:
si la pava las tuviera
le mamaran los pavitos,
pero como no las tiene
los mantiene con triguito.

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
usté que sabe de asuntos,
diga qué remedio habrá
pa levantar los difuntos.

D. JAVIER:

Oye, mulato Taguada,
la respuesta va ligera:
métele el dedo en… la boca
y sale el difunto a carreras…

La brillantez de las respuestas del  caballero iba desesperando a su adversario a la par que hacia volverse en su  favor a la versátil concurrencia. Los gritos parecían anunciar su  victoria: ¡Don Javier! ¡Don Javier!

Lo del dedo en… la boca del difunto  sacó a Taguada de sus casillas y provocó el enojo de sus  parciales. Juzgaron que aquello era una quiebra indigna de un payador de  categoría. El juez intervino para amonestar al infractor:

-Su mercé ha estado todo el tiempo  tratando de burlarse de Taguá. Debe darse cuenta que no es pión  de su hacienda.

-Son travesuras -contestó De la  Rosa-. Me portaré como es debido; pero advierto que si me siguen  preguntando tonterías, no sé adónde vamos a parar…

-Cada uno preúnta lo que puee -dijo  el mulato en estado febril.

Se concedió un descanso y los  cantores y los oyentes pasaron a almorzar a las ramadas. Nada apasionaba tanto  a los huasos de entonces como una paya entre puertas de alto vuelo. Nadie  volvió a hablar de las carreras de caballos; no hubo tales carreras. La  paya se reanudó en la tarde y siguió hasta la puesta del sol; y  volvió a continuarse al día siguiente:

«El auditorio – dice Acevedo Hernández-  comprendía que estaban frente a frente dos fuerzas inmensas.

Ni una ni otra cedía; y a medida  que pasaban las horas, parecía que se iban agigantando. Toda actividad  cesó en el pueblo, y los ecos de la batalla inaudita hacían  acudir a las gentes de los contornos. Don Javier de la Rosa y el mulato Taguada  payaban ahora cercados por una multitud estupefacta. Ya nadie aplaudía  ni reía: estaban presenciando un drama.

Al cuarto o quinto día, una cosa  estaba en claro: que don Javier tenía una respuesta para cada pregunta.  En otras palabras: que a la defensiva era imbatible. Entonces, deseoso de terminar, resolvió pasar al ataque. Y éste fue el comienzo de la  derrota del maulino.

D. JAVIER:

Me contestarás, mulato,
y aquí darás a saber,
cuáles son los cuatro hermanos,
tres hombres y una mujer.

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
lo hago salir de la porfía,
son el sur, el puelche, el norte,
la mujer es la travesía.

D. JAVIER:

Contrario, tengo cien pesos,
terneros voy a comprar;
pagándolos a tres pesos,
Taguada, ¿cuántos serán?

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
le contesto sin tropiezo,
treinta y tres terneros paga
y queda sobrando un peso.

D. JAVIER:

No te demores, Taguada,
Adán y Eva se vieron
desnudos y avergonzados;
¿con qué tela se cubrieron?

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
no hallando piel de animales,
de las hojas de la higuera
hicieron sus delantales.

D. JAVIER:

Habís de saber, Taguada,
yo quiero saber también:
decidme por qué motivo
pica el gallo la sartén.

TAGUADA:

Mi don Javier de la Rosa,
si necesita saberlo:
el gallo al sartén lo pica
porque no puede lamerlo…

Nunca lamentaremos bastante el que  sólo haya quedado el fragmento final de esta «largada al  agua», como el propio De la Rosa la llamó. Lo que hoy conocemos es virtualmente la caída del telón:
D. JAVIER:

Taguada, yo te saludo
antes de largarte al agua,
y que sepa Tagua -Tagua-
que a bueno te ganaré.

TAGUADA:

No se gaste tanta prosa;
usté lo sabe muy bien,
me ha pegao con sus libros
que hablan de ajeno saber.

D. JAVIER:

Dime, si te hayas en vena,
qué dice la Teología
sobre las almas en pena
y sobre las jerarquías.

TAGUADA:

Almas en pena no existen;
alma en pena, digo yo,
es la que se encuentra triste
porque la mata un amor.

D. JAVIER:

Has contestado muy bien,
pero sábelo Taguada,
Dios dispone de las almas.

TAGUADA:

Que Dios dispone yo lo sé.

D. JAVIER:

Dime qué hay en el Oriente,
en tierras que el Ganges riega
con sus inmensas corrientes…

TAGUADA:

A mí no me la pega;
usté sabe, don Javier,
que yo el Oriente no hey visto.
Preúnte cosas de ayer
y no se dé tanto pisto.

D. JAVIER:

Que confieses tu ignorancia
estoy esperando yo…
¿Hasta cuándo te pregunto?
Deja el campo o me iré yo.

TAGUADA:

No me preúnte leseras
que yo no pueo saber;
¡dígaselas a su madre,
que yo no lo aguantaré!

D. JAVIER:

Ya te pasaste Taguada,
hablaste una herejía;
¡hiciste ca… en tu madre
y carambola en tu tía!

Aquí terminó la paya. El  juez don Merejo amonestó a Taguada por su salida procaz. El mulato,  fuera de sí, agotado, no supo ya qué decir, e hizo ademán  de agredir al vencedor. Prodújose un tumulto de empellones y de gritos.  La concurrencia aclamaba a don Javier de la Rosa, primer payador chileno de  todos los tiempos.

-Doy por ganador a su mercé -dijo  don Merejo.

-No te ganó él, te ganaron  sus libros -le dijo a Taguada su novia.

-¡Que no me hable naide! -gritaba el  mulato- ¡Que naide me dé la sal ni el agua, que Dios mesmo me  quite la luz! ¡Estoy deshonrao y sobro en este mundo!

-¡Viva Taguá! -gritó  un alma caritativa.

Nadie le hizo caso.

-Dame tu sombrero, mulato -le  ordenó don Javier.

Con unas tijeras le cortó el ala y  se lo plantó en la cabeza en señal de inolvidable afrenta.

En medio de un silencio trágico,  Taguada se alejó, dejando la guitarra abandonada, y partió a  caballo como quien va huyendo.

No iba solo: llevaba al anca a la mujer  que, pese a todo, deseaba unir su vida a la suya.

Galoparon hasta que se hizo de noche. De  pronto el infeliz se detuvo y se apeó del caballo para ir a sentarse en  una piedra a la orilla del camino. La muchacha se quedó a unos pasos de  distancia, sin atreverse a importunarlo. Doblado en dos, con su sombrero  convertido en bonete de ignominia, el hombre parecía meditar bajo las  estrellas.

Pasó un largo rato. Creyendo que  dormía, la niña fue a echarse a su lado y cogió sus manos,  que quiso besar… Entonces supo que nunca más, en el mundo,  volverían a oír la voz del mulato Taguada.

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